viernes, 21 de febrero de 2014

Muñeca


El 3 de marzo se celebra el día de las niñas en Japón. Esta historia está escrita hace unos años tras contemplas una bella escena en un tren. Espero que les agrade.

MUÑECA

         El invierno entraba en su recta final. En la ciudad de las maravillas el invierno había sido normal en cuanto a temperaturas se refería. Días fríos, días cálidos. Una mescolanza que a veces hacía daño al cuerpo.
       Aquel año, en casi dos meses, no recordaba la presencia ni de la lluvia ni de la nieve, cuando otros años no había sido extraño que la nieve dejara atascado el tren y los caminos durante minutos u horas.
        Sentía la necesidad de lluvia o nieve. Sería como limpiar el celaje de la mente al tiempo que el aire se purificaría. Pero ya los atisbos de la primavera se percibían por todas partes.
        Días antes que las flores del ciruelo hubieran dado los primeros repuntes, el rosado color de las ropas juveniles, arropadas con medios  abrigos blancos, habían hecho acto de presencia en las calles.
        Bufanda rosada, bolso rosado, medias rosadas, mejillas rosadas. Impoluto blanco del abrigo queriendo imitar el albor del armiño o de la marta cibelina.
        Hacía frío, gélido viento del norte y del oeste, bañado en su color leche polar, ahogando los coches y los techos.
        En la gran ciudad sólo la piel sentía los efectos. Hacía frío, algún  día incluso calor, resultando excesivo algún que otro trapo.
        Las muchachas en flor despedían a veces un perfume que hacía competencia al perfumado ambiente del ciruelo, del melocotonero, del cerezo y acólitos a punto de reventar. Pero en ocasiones diera la impresión de que se habían derramado encima el tarro de las esencias resultando lo que en principio era agradable de un repugnante subido para el olfato.
        El mercado, los almacenes, las estaciones, decorados pósteres con flores arborísticas y humanas, invitaban a la fiesta, al viaje, a tomar parte en la gran diversión del día de las niñas.   
        Ese día, curiosamente, no era fiesta nacional, en contraste con el día de los muchachos que sí lo era. ¿Tenía aquello algún significado especial? Decidió dejarlo así por el momento.
        ¿Qué significaba el día de las niñas, el día de las muñecas? La información abundaba como abundan los periódicos o el cáncer o los problemas  sociales. Había mil explicaciones y no había ninguna. Periódicos, revistas generales....
        Recurrió a toda la información posible. Información general sin complicaciones de explicaciones especializadas.
        Parecía que todo aquello procedía de la antigua China, madre de todas las asias, Roma, madre de todas las europas. La antigua China, con todas sus razones históricas, había instaurado a principios de marzo la fabricación de pequeñas muñecas a las que las personas transmitían sus dolores, sus enfermedades, sus culpabilidades. Se las dejaba marchar por el río, pelillos a la mar, para que se perdieran en el olvido de los tiempos. El objeto, el animal sacrificado cargando con todas las culpas. Cristo lavando con su muerte el fondo cenagoso del alma humana. Y volver a nacer.
        Del gran país del centro había pasado a la periferia. Y en la periferia lo aceptaron con los mismos matices y otros nuevos que se le fueron agregando con el paso del tiempo.
        En las distintas regiones, en distintas épocas, se seguían colocando las figuras en la corriente del río, limpiador, agua purificadora del cuerpo y del alma.
        Y especialmente se adoptó para pedir por la salud y buena crianza de las damiselas.
        Como en toda época y lugar, el consenso social sobre quién es importante o famoso influye hasta en el juego infantil. Y se ornamentaron las casas con las muñecas que representan el orden jerárquico imperial, o sólo con la parejita. Orden de siete escalones. Arriba, aunque oficialmente no se le de el nombre, queda claro que eran los emperadores. Descendiendo hasta los trebejos que en la corte se usaban.
        Cada punto un detalle, cada detalle un símbolo. Hasta llegar a tiempos más cercanos en que las figuras tomaban la forma de personajes del mundo del espectáculo, de la farándula, del cómics....
        Las figuritas seguían siendo pequeñas, evolucionando sin prisa pero sin pausa, al ritmo de los cambios sociales, de los cambios económicos. En el momento actual participaba todo el mundo, o en casa y su decoración o comprando algo, porque es.....
        Una tarde montó al tren. Era una tarde plácida. El vagón iba casi vacío. Frente por frente un señor de edad respetable. Leía un libro, concentrado. Su cara era la del abuelo apacible que vive sin demasiados problemas y con un alto grado de felicidad.
        En una estación, el vagón iba llenándose, subieron una señora y su niñita. La madre con un traje corte occidental, elegante, negro y chaqueta blanca. El pelo largo y lacio. Perfíl de esfinge. Bella, elegantemente maquillada. Todo armónico y sin exageración. La niña iba cogida de su mano.
        Se sentó la señora, a su lado la niña, al lado del señor. Le echó una mirada al señor, que se la devolvió con una sonrisa. Una sonrisa de ángel recién llegado de las alturas.

        - Hola, bonita.
        - Hola.
        - ¿Cómo te llamas?
        - Momoko.
        - ¿Cuántos años tienes?
        - Tengo cuatro-, y abría la mano enseñando cuatro dedos.
        - ¡Momoko! No molestes al señor-, dijo la madre con dulzura.
        - No, no es una molestia. Me recuerda a una nieta que vive muy               lejos. ¿Y a dónde vas?
        - Mi mamá y yo vamos a comprar una muñeca “Hina”.
        - ¿Sí? ¡Qué lindo!
        - Mira, mira. Este kimono también de “Hina”.
        - ¡Qué bonito!

        El observador se fijó en el kimono de la niña. Recordaba haber visto kimonos de color rosado, casi rojos, vestidos por niñas de la misma edad. Le llamó la atención. Era un kimono color añil, maravillosamente tejido, cercado por un cinturón-obi color melocotón con un cierto grado de plisamiento y un cinturón-cíngulo de colores trenzados rojo y cerezo como los caramelos de dos colores que se estilan en las ferias. La niña llevaba de fondo una camisola que sobresalía por el cuellito de la parte superior del kimono. De color blanco rosado. Era perfecto. La mamá llevaba en la mano una especie de chal a juego con el vestido de la niña. Se lo pondría cuando tuviera frío.
        Al abuelete también debió parecerle que no era el color normal para niñas de esa edad.

        - Es muy bonito, pero muy especial.
        - Sí, en realidad era un kimono de su abuela cuando era jovencita. Se lo regaló y se lo adaptamos para ella-, explicó la madre.
        - Oye, ¿y esta decoración tan bonita? ¿Quién es esta pareja?
        - Esta “Hina” es mi mamá, y ésta mi papá-, respondió la niña con   desparpajo.
        - Ah, sí. ¿Y tu papá es el emperador?
        - Sí, y se llama Momotaro. Y mi mamá es la reina y se llama Momoe.
        - Por eso tú te llamas Momoko.
        - Así es-. Rieron los tres. El observador esbozó una sonrisa. La     cara de la niña era un melocotón fresco, reluciente, como para     comérselo.
        - ¡Discúlpela!-, se excusaba la madre.
        - No, si es muy simpática. Oye, Momo-chan. ¿Y este perrito como se llama?-, señalaba el abuelo un dibujo en el vestido de la niña.
        - Este perrito de llama “Coma”.
        - ¿Y tú no estás en el vestido?
        - Sí, mira: aquí, aquí y aquí....
        - Pero si esto son flores de melocotón...
        - Por eso, esas flores soy yo. Me llamo Momoko.

        La carcajada fue fenomenal. Era un placer escuchar a aquella criatura. Heredado y adaptado el kimono de la abuela, la madre le había  hecho un peinado con el pelo recogido en dos trenzas, lo que le dejaba la carita, fina, elegante como porcelana todo al descubierto.
        Las trenzas se recogían en la parte trasera de la cabeza y las decoraba haciendo una especie de moño en el que se incrustraba una peineta y unas flores de ciruelo mezcladas con alguna de melocotón.
        Unas notas de maquillaje en los ojos realzaba la belleza de la criatura.
        De haber sido ya una mujer, su rostro estaría maquillado en rosa, dándole un aire juvenil, pero la niña no lo necesitaba. El tornasolado de sus  mofletes era más que suficiente.
        Al observador estuvo a punto de caérsele una lágrima. Aunque el señor mayor no era el abuelo, la estampa parecía la de una familia: abuelo, hija y nieta, que sale plácidamente a hacer unas compras para la pequeña deseando que crezca saludable y sin complejos.
        El observador seguía con su pregunta en la cabeza. ¿Por qué el día de los niños era fiesta nacional y el de las niñas no?
        Algún día obtendría la respuesta. En ese momento se conformaba con observar tan tierno panorama.

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