martes, 22 de abril de 2014

23 de Abril

DIA 23 DE ABRIL

        Ya oficialmente es primavera, aunque haya años en que eso no se perciba claramente. Con la primavera, el calorcito y con el calorcito la desaparición de algunas prendas de abrigo, lo que hace que la sangre se vaya calentando y los chicos miren a las chicas y las chicas a los chicos con unos ojos diferentes a los del invierno . La primavera, la estación del amor.

Pero también con la entrada de la primavera en España concretamente, el día de la cultura, del libro. En ese día el insigne Miguel de Cervantes se marchó de este mundo, tal vez para descansar de las penalidades de la vida. Otros ilustres de las letras mundiales lo hicieron también. Garcilaso de la Vega y el también insigne Shakespeare, aunque no fuera español. Por eso el 23 de abril es un día idóneo para replantearse la lectura, en este mundo tan poco lector como se viene diciendo. Tres textos, con el trasfondo del amor he elegido para este pequeño homenaje. 

GARCILASO DE LA VEGA 


Escrito está en mi alma vuestro gesto,
y cuando yo escribir de vos deseo;
vos sola lo escribistes yo lo leo
tan solo , que aun de vos me guardo en esto.
En estoy estoy y estaré siempre puesto;
que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,
de tanto bien lo que no entiendo creo,
tomando ya la fe por presupuesto.
Yo no nací sino para quereros;
mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma misma os quiero.
Cuanto tengo confieso yo deberos;
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir y por vos muero. 


        Este el primer poema de los sonetos de Garcilaso. ¿Se refiere a una mujer concreta o a una imagen de una mujer que existió pero que no tuvo, en realidad mucha o ninguna relación del poeta? El amor platónico en el sentido general no es nada de hoy día. Simplemente léanlo y disfrútenlo. Los comentarios críticos etc., vendrán después. 


CERVANTES
        De mí sé decir que después que soy caballero andante
        soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés,
        atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones,
de encantos....

Cervantes, hacia el final de la primera parte del Quijote le deja decir esta parrafada. ¿Dónde está el amor? Don Quijote se hace caballero gracias a la existencia ¿real, imaginaria, ideal, loca? de Dulcinea. Volvemos al mismo punto. Con el amor como motor se pueden cometer las mayores locuras. Ese, sin duda es el trasfondo. Don Quijote es un loco enamorado, aquí es una mujer, pero nos podemos enamorar de una idea, de un sueño... de tantas cosas, que a pesar de los dolores sirve la pena vivir. El amor nos termina salvando. ¿Cuándo? La vida no es un proyecto con fecha de entrega. Es un devenir del que hay que saber agarrar lo importante y dejar lo supérfluo. Ay, cuántas veces ocurre al revés.


SHAKESPEARE 


      Agotado de faenar, me apresuro al lecho,
      valioso reposo de los miembros fatigados por la marcha;
      pero entonces comienza en mi cabeza un viaje
      que hace trabajar mi mente mientras el cuerpo descansa;
     
      porque mis pensamientos entonces, lejos de su morada,
      emprenden un celoso peregrinaje hacia ti,
      y mantienen mis hundidos párpados completamente abiertos,
      mirando en la oscuridad lo que ven los ciegos;

      salvo que esta imaginaria visión del alma
      presenta tu sombra a mis ojos sin vista,
      que como joya suspendida en noche siniestra
      hace de la nocturnidad belleza, rejuveneciendo su faz.

      He aquí que mis miembros por el día, mi mente por la noche,
      por ti y por mí, reposo nunca encuentran. 

Para colmo de curiosidades, quizás porque en la época del bachillerato y demás no era lo normal, no tengo ni idea de inglés. Por lo que mi conocimiento del insigne Guillermo es más bien escaso. Leerlo lo he leido, siempre teatro, hasta que alguien me regaló un libro de poemas del maestro. No parece que la visión de Shakespeare sobre el amor sea , llamemoslé dulce, más bien parece atormentada. Aquí les dejo un poema que pueden reflejar de alguna manera esos dolores .


Espero que este año de 2014 sea para cualquier lector de este homenaje el año del amor y también el año de reencuentro con el libro, y si no encuentran compañero-a, al menos encuntren el libro.

Antonio Duque Lara

sábado, 12 de abril de 2014

Conversaciones a la sombra de la mezquita

CONVERSACIONES A LA SOMBRA DE LA MEZQUITA

Paseaba por la Mezquita,
estuve un tiempo en silencio.
(de “Medina Azahara”)

- ¡Qué lindo es todo esto! ¿Verdad, abuelo?
- Sí, sí que lo es.
- ¡Uf! Parece que lo dices con un tono de tristeza que “pa” qué.
- La verdad es que tienes razón. Pero también es cierto que no es para menos.
- No te entiendo, abuelo. Explícamelo, por favor.
- Verás, tú eres aún muy joven. Apenas tienes trece años y, lógicamente, aún no has pasado la época de los grandes desengaños. Vienes por aquí y todo esto te gusta. No me extraña, porque la Mezquita es preciosa. En este patio he mantenido muchos diálogos con la ciudad y sus gentes, pero este rincón no es toda la ciudad. Tú apenas conoces otros barrios y otras personas. Lo que conoces es, ¿cómo podría decirlo? Sí, lo que conoces es lo que conocen los turistas y, por supuesto, la imagen es idílica.
- Sí, tienes razón. Sólo conozco esta zona y mi barrio. Pero lo que no me podrás negar es que lo que hicieron los moros es magnífico. Debieron vivir fabulosamente. En mi libro de Historia...
- No, hijo, no. Los libros de Historia que usais en las escuelas no sirven para nada. En esos libros no se cuentan nada más que las cosas que interesa contar. Bellas historias, pero en su mayor parte falsas. En tu libro de Historia no se cuentan los incendios del Arrabal, o el hambre que pasaba el pueblo, o algunas de las sublevaciones de los moros, como tú dices, contra sus fabulosos Caudillos y Califas. Esta es la verdadera Historia de la ciudad y de Andalucía, en general. Hoy se sigue sintiendo el hambre y seguimos esperando la solución a nuestros problemas, tan viejos como la misma tierra que pisamos. ¿Comprendes ahora por qué siento un poco de tristeza ante tanta belleza?
- Sí, sí que empiezo a comprender. Díme, abuelo... ¿Por qué no me cuentas más cosas que yo no conozca? ¿Te parece?
- Bien, verás. Voy a intentar contarte la historia de un domingo que pasé hace ya bastante tiempo. Lo puse por escrito en algún lugar. Es la historia de las cosas que vi y pensé. Quizá en algún momento notarás un acento irónico en mi voz, pero no es posible contarlo de otra manera, si no fuera así seguiría haciéndome el mismo daño que me hizo entonces.
- De acuerdo, abuelo, pero vamos a sentarnos debajo de este naranjo, ¿vale?
- Vale. Y ahora, escucha.
        Era sábado. No recuerdo la hora exacta. Las nueve y media, las diez de la noche. No importa. Había llovido, pero el cielo seguía amenazante. Si las nubes se hubieran decidido, el chaparrón hubiera sido inmenso. Estaba todo muy oscuro. El camino que conducía a mi casa sólo estaba iluminado por las farolas de una avenida. Había que ir mirando al suelo para no meter los pies en los charcos. A la derecha del camino, tras un montículo, se adivinaba el resplandor de una hoguera. Alguien se movía alrededor. Chicos de trece o catorce años, pensé, que no tienen miedo a la lluvia. Llegué a casa y después de cenar ligeramente, como estaba un poco resfriado, me acosté. No podría decirte la hora que era, pero lo cierto es que la amenaza de lluvia se cumplió. Tras los cristales se sentía caer el agua con una fuerza brutal.
        El domingo me levanté recuperado. Abrí la ventana y descubrí que, lo que yo tomara por una chavalina, desafiante de la lluvia, eran dos familias, gitanos quizá, tremendamente pobres, que viajaban, en un carro, quién sabe a dónde. 
        Al mirarles, después, de cerca, sus caras se notaban cansadas, tras una noche sin sueño, a causa de la lluvia que les había calado hasta la sangre. Los niños, muy pequeños, se adivinaban en el interior del carro, confundidos entre las mantas mojadas.
        ¿Sentir? No lo sé. Sólo te puedo decir que se me revolvió el estómago, que cada vez que oigo hablar de progreso social se me hielan las entrañas y que desde entonces, en sueños, viajan por mi mente gran cantidad de carros, vagabundos de la vida, que todos ayudamos a fomentar.
        Después de esta primera impresión del día, cogí mi cartera de cobrador dominguero y me dirigí a uno de esos barrios de casas promocionadas por el Gobierno, creo, en las afueras de las ciudades. Casas hechas con la segura geometría de la alienante arquitectura moderna. Allá, a lo lejos, metidas entre un salto del terreno y un arroyo, vivían trescientas o cuatrocientas familias, no de condición pobre, eso suena mal, porque pobres y analfabetos no hay en España, pero sí, como se dice ahora, de condición social menos favorecida. Fue entonces cuando me di cuenta, o quise darme cuenta, por primera vez de la miseria que se respiraba en aquel barrio. Pero eso lo irás deduciendo del relato.
        Al llover, en la entrada de aquel barrio residencial, se formaba una gran cantidad de barro. La primera personilla que me encontré fue una gitanilla de apenas un par de años. Corría por entre el fango, sin braguillas ni zapatos y con un vestidito pringajoso.
        Comencé mi cobro precedido, lógicamente, por una gran cantidad de cobradores domingueros que, como yo, necesitábamos hacer aquello al mismo tiempo que íbamos arrancando los pocos ahorros que había en aquellas opulentas familias.
        Llamé a la primera puerta y, ya te digo que, quizá, aquella mañana fue la primera en que percibí claramente la situación, me llevé una gran sorpresa. Contrastaba el interior de la casa con la fachada y la calle. Parecía un piso de lo mejorcito que he visto en esta ciudad y, en algunos detalles, la familia parecía de alta alcurnia.
        Pasé después a otra casa, aquel lujo aparecía superado. Tenía frente a mí una habitación-comedor-sala de estar, todo al mismo tiempo, en la que por todo ornamento había un viejo mueble-bar, con botellas vacías, una mesa vacía desde tiempo inmemorial y una cama en la que dormía alguien. Salió la mujer, negada en sus ojos de madre sin calor. No me pudo pagar. Su marido estaba enfermo y aún no había cobrado la raquítica pensión mensual. Intentaría pagarme cuando les dieran la paga de Navidad. Porque era por esas fechas cuando ocurrió esta historia. Se quitarían un poco de su escasa alegría para dármelo a mí, encargado de cobrarles su entierro en vida. He de aclararte que yo era cobrador de una compañía funeraria. Era el encargado de cortarles cada mes un poquito de su piel para que, luego, pudiesen ser enterrados cristianamente.
        Pasé a otra casa. En el comedor-dormitorio había una mesa surtida de recortes de chorizo, embutidos en general, de esos que los comerciantes regalan, en última instancia, porque son invendibles. Ante la mesa una hilera de voraces chiquillos, desgreñados, hambrientos, reunidos al calor familiar. Presidía la mesa un hombre con aspecto de padre feliz. Le faltaba un diente. Gordo, fofo, de aspecto lastimoso. La madre estaba peinada como siempre, con unos pelos pobres, quebradizos, peores que los de las ratas cuando están mojadas.
        Pasé, sin pena ni gloria, a otro sitio. El pavimento de las calles era magnífico. Quien pretendiera pasar de una acera a la otra no tenía más remedio que llenarse de barro hasta las orejas. Limpísimo todo. Había por allí un colegio. Sí, un colegio acogía durante el curso a los hijos de estas familias. Grandes campos de cemento y barro se veían por patio. Tenía también grandes ventanales sin cristales, por lo que la calefacción entraba en las clases.
        Sigo mi camino y llego a otra familia. Eran muchos. Ni gitanos ni castellanos. Pagaban puntualmente, cuando había dinero. Ese día no había. Entré en su casa. Tropecé con algo. Un crio muy pequeño, venía el sexto en camino, se paseaba arrastrándose por un suelo olor a cieno. En la habitación había una mesa, en la mesa olía a hambre.
        En la calle sentimos un gran ruido. Dos chicos de seis o siete años se habían peleado y sus madres, histéricas, les acusaban mútuamente. Pasé a la siguiente casa. Llamo. Parecía que no hubiera nadie y, cuando me disponía a marcharme, una vecina, muy en su papel, me grita: “La hija de esa señora estará con el novio en la cama”. Tendrán frío, me justifiqué ante mí mismo y me largué, atónito, ante la reacción de la señora. En otro sitio me vi en medio de una discusión cuyo tema era de lo más interesante. Se trataba de saber quién ganaba menos al cabo del año.
        Fuí así dejando atrás una, dos, tres calles, con todo tipo de gentes. Con mujeres bien peinadas y hambre de tres años, con esqueletos andantes, con hombres ahítos de placeres estúpidos. Llegué a la plaza del barrio. La Iglesia estaba llena de fieles con un Dios de su infancia. Los hombres apiñados en las puertas de los bares discutían sobre cualquier cosa: la jornada liguera, el último suceso del barrio: un hombre había herido a su mujer porque la había sorprendido con su amante en la cama.
        Así fuí pasando una, dos, tres..., muchas casas. En unas no habían cobrado el paro obrero, en otras el dinero no había llegado de Alemania, en la de más allá no había dinero, sin más. Alguna vez había oido decir que, ciertas mujeres, se habían insinuado a los cobradores porque no podían pagar. No me lo creía, pero esa fue la sensación que tuve cuando una vez salió una chica, joven, de tal forma que no sabría decirte si se acababa de levantar o es que aún no se había vestido desde que lo hizo e iba provocando a todo el que llegaba. En otro sitio un ex-legionario presumía de su colección de chiquillos, siete u ocho, incluso cierto día me dijo que no se quedaría ahí.
        En fin, te podía contar más detalles de aquel barrio, pero baste con estos. Tomé el autobús y me marché a casa. El sol parecía haber desbancado a las nubes. En el autobús sólo íbamos cinco o seis personas. En la primera parada subió una mujer, vieja, seca de entrañas, y también un hombre más joven, con aspecto de deficiente mental. La mujer llevaba una falda algo corta, unas medias remendadas, por encima de ellas unos calcetines. El hombre, cuando se sentaron, parecía decirle algo al oido, obsceno, quizá, pero agradable al oido de la mujer. Hizo insinuaciones de tocar sus muslos secos y repugnantes, pero ella debió advertirle de que no estaban solos. En otra parada, varios hombres, relativamente mayores, subieron al autobús. Se sentaron frente a la mujer y miraban, ávidos, sus miserables piernas.

        La carretera estaba mojada y a los lados de la calzada el agua se amontonaba en grandes charcos. Cuando llegué a a casa y me senté , tuve la sensación de haber despertado de una terrible pesadilla. 

miércoles, 2 de abril de 2014

 BAJO LOS CEREZOS, TODO EL MUNDO ES BUENO

        La tarde era espléndida. El sol iluminaba la ciudad como hacía tiempo no ocurría. El hombre terminó su jornada laboral temprano. Hacía mucho que no disponía de una tarde de sábado para disfrutarla a su entero placer.
        Trabajar, comer, dormir y moverse por la ciudad en un tren más o menos confortable y rápido, no lo ponía en duda, pero que cuando se llenaba de gente derrotada por el trabajo o por el alcohol ingerido para olvidar las cavernas oscuras del corazón, le llenaban el alma de los más negros sentimientos.
        Aquella tarde la disponía para él, para disfrutarla a troche y moche.
No iba a hacer nada en especial, simplemente respirar, libre el corazón, de otra cara de la ciudad.
        Tomó la última línea de metro inaugurada en la ciudad. La ciudad, la megalópolis, había sido fundada hacía cuatrocientos años. Sobre uno de los puntos altos de la misma, se encontraba una de las zonas de confluencia de trenes y de aglomeración de gente más grande que verse pudiera.
        Pero también se extendía el gran parque, uno de los grandes parques de la ciudad. Arboles, flores, naturaleza, museos, cultura. Todo junto. Un lugar ideal para disfrutar de una primorosa tarde de sábado, paseando, mirando, charlando con alguien, si hubiera habido oportunidad.
        Las estaciones de la nueva línea eran espaciosas, elegantes, incluso bellas en su diseño. Aunque el tren se caracterizaba por su estrechez. Afortunadamente esa tarde no había mucha gente y el espacio era más que suficiente.
        Llegó a la estación de destino, se dirigió a la salida. Una bocanada de cháchara, cláxones y griterío infantil lo recibió al salir a tierra. ¡La civilización!
        A lo lejos se veía la colina, y en la colina una gran cola de gente de todo tipo y condición. Era un momento para inmortalizar. Recordaba los dibujos que dos o trecientos años antes habían sido pintados con todo primor con los mismos temas y paisajes que ahora contemplaba. La misma cantidad de gente, la misma cantidad de árboles florecidos, el mismo colorido. Tal vez la ropa era la gran diferencia. La ropa y la belleza más estilizada, más internacional de los ciudadanos modernos.
        En aquellos dibujos no había gente extranjera, como mucho había foráneos, pero no extranjeros. El hombre veía caras de la India, caras típicamente americanas, voces francesas escuchaba y algún que otro aborigen del mundo hispánico entre la muchedumbre.
        Un bello y abigarrado espectáculo, una hermosa mezcla de razas y gentes con el mismo denominador común en su deseo, disfrutar de la belleza de las flores, de los árboles, de la brevedad de la vida, en una hermosa tarde de primavera.
        Desconocedor de los nombres de los árboles, de los diferentes tipos de cerezos, de la gran variedad de hierbas, flores y florecillas que poblaban la colina, denominador común, por otra parte, a mucha gente de su entorno cultural, no pudo por menos que reconocer y admirar a aquella pareja que iba a su lado.
        La mujer le iba diciendo a su compañero cómo se llamaba cada flor, cada tipo de árbol. Formas y modos distintos de concebir, de enfrentarse a eso que llamamos naturaleza. Sólo le quedaba el recurso de admirar la abundancia de pétalos, de colores, de belleza colgada de las ramas. Una ducha de sensibilidad, a pesar del desconocimiento de los nombres.
        El camino estaba civilizado. El camino estaba asfaltado a ambos lados del camino-carretera, y bajo los frondosos árboles. Por cierto ¿cuánto vivía un especimen de aquellos? Había oido hablar de trescientos o cuatrocientos años, aunque alguien le había dicho que lo normal eran los cuarenta. La naturaleza y sus misterios.
        Sí, a ambos lados del camino-carretera, bajo los frondosos árboles, esterillas de color variado cortaban el espacio reservándolo a grupos familiares, empresariales, estudiantiles. Se pegaban a la tierra y a la botella, lata de cerveza, a la cháchara y al candor de unas miradas amorosamente reprimidas.
        Sin embargo, aunque de manera espontánea y rápida, no era raro contemplar el beso furtivo. El picotazo en la cereza de los carnosos labios femeninos, robada a los árboles sin fruta, sólo para el disfrute de los ojos plácidos.
        En algunos detalles, esas manos entrelazadas, paseando con lentitud, muchedumbre encubridora,le decían que las cosas, que las formas iban cambiando. No era él nadie para juzgar esos cambios. Los jóvenes, por jóvenes, más atrevidos, se arriesgaban a romper las formas. Los mayores, por dulce envidia o por tradiciones inveteradas, lanzarían su crítica más o menos formal, más o menos agria, contra las nuevas generaciones.
        Las formas, a pesar de todo, iban cambiando. Pero lo que no parecía cambiar eran los bebedores a ultranza. Desinhibidores sociales, la cerveza o el sake corrían por las gargantas robando a los pétalos de las flores su carmín para teñir los rostros de arrebol. 
        Agradable paisanaje el que sus ojos contemplaban. Llegó a lo que podría denominarse el corazón del parque. Aquí y allí, contenedores de basura pedían ser llenados con desperdicios, latas y demás restos del banquete de los dioses a flor de cielo celebrado.
        También un par de grandes pancartas, bien visibles, bien legibles, animaban a que los respetables bebedores depositaran los detritus en los contenedores.
        Aunque comprendiendo la necesidad de la limpieza, la estética de la cartelería rompía por completo la belleza de las flores, de los árboles florecidos. Sacrificios necesarios, pensó, en aras de la limpieza y la salud.
        Fue la tarde de la tecnología. Aparatosas máquinas de fotos alargaban sus cuellos de girafa enmarcando el mejor color, la más bella de las concentraciones de pétalos. Diminutos teléfonos de bolsillo superior de americana, lanzaban sus luces para dejar constancia del instante que se va y no vuelve.
        El hombre se preguntaba si el mundo disfrutaba con lo que veía o esperaba robar ese momento a Caco, ladrón del tiempo, como maravilloso tesoro digno de ser eternizado. La tecnología contribuía a la  inmortalización del segundo, de la sonrisa fugaz, de los ojos brillantes de alegría o deseo.
        Más allá un grupo de saltimbanquis, payasos, gallinas disfrazadas, osos panda y demás ganado doméstico infantil hacía su propaganda, invitaban al respetable a asistir a los espectáculos preparados para la fecha.
        Bullicio, bullicio, bullicio. Alegría sana, escapada por los resquicios del tiempo, mostraba unos rostros cansados de placer, lejos muy mucho de las preocupaciones de los pájaros metálicos que en otros lares hacían de las suyas; lejos muy mucho de los impuestos pagados o por pagar, del nuevo año, abriluno, que comienza para los gatos y las escuálidas enseñanzas.
        Todo alegría y placer. El mundo, a pesar de todo, rodaba, o gracias a esa alegría podía rodar como si nada pasara bajo los florecidos árboles.
        Cansado ya de viento, murmullos, ruidos, choques involuntarios y , en especial,de su soledad, el hombre decidió poner rumbo a su casa por entre la jungla de mansiones, casas y demás viviendas donde la vividura se practica como Dios nos da a entender.
        Evidentemente, le pareció, la situación era para disfrutarla en compañía, pero ya que no había podido ser, decidió ejercer de observador lo más imparcial posible de ese rito que, como la vida misma, se repite cada año en la colina de los cerezos, allí donde la ciudad abre sus puertas, sus railes, a foráneos y forasteros. Allí donde bajo la belleza de los cerezos en flor todo el mundo es bueno.



Antonio Duque Lara