Tokio estaba extrañamente vacío en aquella
tarde de domingo. La búsqueda de la música era una especie de sedante para la
primera impresión recibida al llegar a Japón. Por primera vez y con la mente
abierta a todo lo que sea nuevos aportes culturales, nos encontramos con unos
rasgos del Japón más antiguo y tradicional. La belleza se presentaba a nuestros
ojos en forma de mujer y kimono, ricamente
bordado.

Atenciones y gestos, saludos y buen gusto.
El foráneo es recibido con una sonrisa bella, hermosa, amigablemente íntima. La
charla se difumina en la sonriente presencia del instrumento. Variedad, color,
fragancia constante. El cuerpo se recoge, íntimo, bajo la tela dibujada,
bordado de primavera cercana.

¿Qué es esto? El koto rasga sus entrañas
y la voz, en su arranque primero, sale desde el fondo del cuerpo. Parece al
foráneo que, tras los campos y ríos que contempla y canta el protagonista de la
canción, se levanta el canto desgarrado de los campos de algodón, olivos o
trigo de Andalucía y Castilla. Extrañamente, el sudor del trabajo andaluz está
resonando en la sala. Koto y guitarra, por un momento hermanado a miles de
kilómetros.

El foráneo siente la música hasta los
huesos. Ha comprendido que no hace falta entender la palabra para sentir el
dolor, melancólico, desgarrado, fuerte o suave de los hombres. La música la
dice todo con sus ritmos tan diferentes y tan iguales al mismo tiempo.
Koto, amable, íntimo..., danza en el aire
del tiempo. Tres mundos lejanos, exageradamente separados entre sí, se dan la
mano, por el hilo suave de la música, en la mente del que escucha.
K. 25-1.1982