Tokio estaba extrañamente vacío en aquella
tarde de domingo. La búsqueda de la música era una especie de sedante para la
primera impresión recibida al llegar a Japón. Por primera vez y con la mente
abierta a todo lo que sea nuevos aportes culturales, nos encontramos con unos
rasgos del Japón más antiguo y tradicional. La belleza se presentaba a nuestros
ojos en forma de mujer y kimono, ricamente
bordado.
Piso octavo, espacioso, la recepcionista,
cara virginal, sonrió con una cadencia de voluptuosidad milenaria. Sonrisa y
canción, unidas en un rostro de escondido misterio.
Atenciones y gestos, saludos y buen gusto.
El foráneo es recibido con una sonrisa bella, hermosa, amigablemente íntima. La
charla se difumina en la sonriente presencia del instrumento. Variedad, color,
fragancia constante. El cuerpo se recoge, íntimo, bajo la tela dibujada,
bordado de primavera cercana.
Arriba el telón. Madera larga, cuerdas que
rasgan como guitarra secreta. Voz meliflua y danza. Los artistas, sentados
sobre sí mismos, comienzan el concierto.
La voz se levanta por encima del tiempo diciendo su canción. El foráneo no
comprende lo que dice la voz a flor de corazón. Todo lo dice el instrumento, el
ritmo, la cadencia secreta de la música y la palabra.
¿Qué es esto? El koto rasga sus entrañas
y la voz, en su arranque primero, sale desde el fondo del cuerpo. Parece al
foráneo que, tras los campos y ríos que contempla y canta el protagonista de la
canción, se levanta el canto desgarrado de los campos de algodón, olivos o
trigo de Andalucía y Castilla. Extrañamente, el sudor del trabajo andaluz está
resonando en la sala. Koto y guitarra, por un momento hermanado a miles de
kilómetros.
Koto, melancólico, suave, dulcemente
agradable. Guitarra, con su fuerza entrañada nos dice el dolor más fuerte de un
pueblo. Pero no acaba aquí la sorpresa. Suena la música y el algodón, blanco,
puro de las tierras del Missisipi se une a la danza. El hombre, negro y
dolorido dice su canción. Es el “blues”, el canto amargo del sudor aprisionado
en la esclavitud del hombre.
El foráneo siente la música hasta los
huesos. Ha comprendido que no hace falta entender la palabra para sentir el
dolor, melancólico, desgarrado, fuerte o suave de los hombres. La música la
dice todo con sus ritmos tan diferentes y tan iguales al mismo tiempo.
Koto, amable, íntimo..., danza en el aire
del tiempo. Tres mundos lejanos, exageradamente separados entre sí, se dan la
mano, por el hilo suave de la música, en la mente del que escucha.
K. 25-1.1982
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