La tarde era espléndida. El sol
iluminaba la ciudad como hacía tiempo no ocurría. El hombre terminó su jornada
laboral temprano. Hacía mucho que no disponía de una tarde de sábado para
disfrutarla a su entero placer.
Trabajar, comer, dormir y moverse por la
ciudad en un tren más o menos confortable y rápido, no lo ponía en duda, pero
que cuando se llenaba de gente derrotada por el trabajo o por el alcohol
ingerido para olvidar las cavernas oscuras del corazón, le llenaban el alma de
los más negros sentimientos.
Aquella tarde la disponía para él, para
disfrutarla a troche y moche.
No
iba a hacer nada en especial, simplemente respirar, libre el corazón, de otra
cara de la ciudad.
Tomó la última línea de metro inaugurada
en la ciudad. La ciudad, la megalópolis, había sido fundada hacía cuatrocientos
años. Sobre uno de los puntos altos de la misma, se encontraba una de las zonas
de confluencia de trenes y de aglomeración de gente más grande que verse
pudiera.
Pero también se extendía el gran parque,
uno de los grandes parques de la ciudad. Arboles, flores, naturaleza, museos,
cultura. Todo junto. Un lugar ideal para disfrutar de una primorosa tarde de
sábado, paseando, mirando, charlando con alguien, si hubiera habido
oportunidad.
Las estaciones de la nueva línea eran
espaciosas, elegantes, incluso bellas en su diseño. Aunque el tren se
caracterizaba por su estrechez. Afortunadamente esa tarde no había mucha gente
y el espacio era más que suficiente.
Llegó a la estación de destino, se
dirigió a la salida. Una bocanada de cháchara, cláxones y griterío infantil lo
recibió al salir a tierra. ¡La civilización!
A lo lejos se veía la colina, y en la
colina una gran cola de gente de todo tipo y condición. Era un momento para
inmortalizar. Recordaba los dibujos que dos o trecientos años antes habían sido
pintados con todo primor con los mismos temas y paisajes que ahora contemplaba.
La misma cantidad de gente, la misma cantidad de árboles florecidos, el mismo
colorido. Tal vez la ropa era la gran diferencia. La ropa y la belleza más
estilizada, más internacional de los ciudadanos modernos.
En aquellos dibujos no había gente
extranjera, como mucho había foráneos, pero no extranjeros. El hombre veía
caras de la India, caras típicamente americanas, voces francesas escuchaba y
algún que otro aborigen del mundo hispánico entre la muchedumbre.
Un bello y abigarrado espectáculo, una
hermosa mezcla de razas y gentes con el mismo denominador común en su deseo,
disfrutar de la belleza de las flores, de los árboles, de la brevedad de la
vida, en una hermosa tarde de primavera.
Desconocedor de los nombres de los
árboles, de los diferentes tipos de cerezos, de la gran variedad de hierbas,
flores y florecillas que poblaban la colina, denominador común, por otra parte,
a mucha gente de su entorno cultural, no pudo por menos que reconocer y admirar
a aquella pareja que iba a su lado.
La mujer le iba diciendo a su compañero
cómo se llamaba cada flor, cada tipo de árbol. Formas y modos distintos de
concebir, de enfrentarse a eso que llamamos naturaleza. Sólo le quedaba el
recurso de admirar la abundancia de pétalos, de colores, de belleza colgada de
las ramas. Una ducha de sensibilidad, a pesar del desconocimiento de los
nombres.
El camino estaba civilizado. El camino
estaba asfaltado a ambos lados del camino-carretera, y bajo los frondosos
árboles. Por cierto ¿cuánto vivía un especimen de aquellos? Había oido hablar
de trescientos o cuatrocientos años, aunque alguien le había dicho que lo
normal eran los cuarenta. La naturaleza y sus misterios.
Sí, a ambos lados del camino-carretera,
bajo los frondosos árboles, esterillas de color variado cortaban el espacio
reservándolo a grupos familiares, empresariales, estudiantiles. Se pegaban a la
tierra y a la botella, lata de cerveza, a la cháchara y al candor de unas
miradas amorosamente reprimidas.
Sin embargo, aunque de manera espontánea
y rápida, no era raro contemplar el beso furtivo. El picotazo en la cereza de
los carnosos labios femeninos, robada a los árboles sin fruta, sólo para el
disfrute de los ojos plácidos.
En algunos detalles, esas manos
entrelazadas, paseando con lentitud, muchedumbre encubridora,le decían que las
cosas, que las formas iban cambiando. No era él nadie para juzgar esos cambios.
Los jóvenes, por jóvenes, más atrevidos, se arriesgaban a romper las formas.
Los mayores, por dulce envidia o por tradiciones inveteradas, lanzarían su
crítica más o menos formal, más o menos agria, contra las nuevas generaciones.
Las formas, a pesar de todo, iban
cambiando. Pero lo que no parecía cambiar eran los bebedores a ultranza.
Desinhibidores sociales, la cerveza o el sake corrían por las gargantas robando
a los pétalos de las flores su carmín para teñir los rostros de arrebol.
Agradable paisanaje el que sus ojos
contemplaban. Llegó a lo que podría denominarse el corazón del parque. Aquí y
allí, contenedores de basura pedían ser llenados con desperdicios, latas y
demás restos del banquete de los dioses a flor de cielo celebrado.
También un par de grandes pancartas,
bien visibles, bien legibles, animaban a que los respetables bebedores depositaran
los detritus en los contenedores.
Aunque comprendiendo la necesidad de la
limpieza, la estética de la cartelería rompía por completo la belleza de las
flores, de los árboles florecidos. Sacrificios necesarios, pensó, en aras de la
limpieza y la salud.
Fue la tarde de la tecnología.
Aparatosas máquinas de fotos alargaban sus cuellos de girafa enmarcando el
mejor color, la más bella de las concentraciones de pétalos. Diminutos
teléfonos de bolsillo superior de americana, lanzaban sus luces para dejar
constancia del instante que se va y no vuelve.
El hombre se preguntaba si el mundo
disfrutaba con lo que veía o esperaba robar ese momento a Caco, ladrón del
tiempo, como maravilloso tesoro digno de ser eternizado. La tecnología
contribuía a la inmortalización del
segundo, de la sonrisa fugaz, de los ojos brillantes de alegría o deseo.
Más allá un grupo de saltimbanquis,
payasos, gallinas disfrazadas, osos panda y demás ganado doméstico infantil
hacía su propaganda, invitaban al respetable a asistir a los espectáculos
preparados para la fecha.
Bullicio, bullicio, bullicio. Alegría
sana, escapada por los resquicios del tiempo, mostraba unos rostros cansados de
placer, lejos muy mucho de las preocupaciones de los pájaros metálicos que en
otros lares hacían de las suyas; lejos muy mucho de los impuestos pagados o por
pagar, del nuevo año, abriluno, que comienza para los gatos y las escuálidas
enseñanzas.
Todo alegría y placer. El mundo, a pesar
de todo, rodaba, o gracias a esa alegría podía rodar como si nada pasara bajo
los florecidos árboles.
Cansado ya de viento, murmullos, ruidos,
choques involuntarios y , en especial,de su soledad, el hombre decidió poner
rumbo a su casa por entre la jungla de mansiones, casas y demás viviendas donde
la vividura se practica como Dios nos da a entender.
Evidentemente, le pareció, la situación
era para disfrutarla en compañía, pero ya que no había podido ser, decidió
ejercer de observador lo más imparcial posible de ese rito que, como la vida
misma, se repite cada año en la colina de los cerezos, allí donde la ciudad
abre sus puertas, sus railes, a foráneos y forasteros. Allí donde bajo la
belleza de los cerezos en flor todo el mundo es bueno.
Antonio Duque Lara
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