El Tren
Antes de salir a la superficie miró el
teléfono móvil. Tenía un mensaje: “!Qué calor! ¡Tengo todo el cuerpo lleno de
ronchas por el sudor!
¡Quiero
tomar cerveza!”
En los últimos días el calor húmedo,
típico de la estación, no dejaba de apretar. En algunos lugares el calor era
extremado. Más que el calor habría que decir la humedad. En otros, gracias, o
según como se mirase, por desgracia, el frío era lo que imperaba debido a la
excesiva potencia de los aparatos de aire acondicionado.
Todo el mundo era consciente de que había
que preserva la Tierra, pero, acomodados en una vida en la que el menor
sufrimiento se quitaba a golpe de máquina, nadie estaba por la labor de
eliminar el aire acondicionado y seguir pasando aquel bochorno anual. En el fondo
de la conciencia un reluciente grano de arroz, de aspecto más que delicioso,
hacía babear de gusto las pajarillas del corazón.
Fue leer el mensaje y el metro subió a la
superficie. ¡Rayos y centellas! El andén en que debía bajar estaba más que
abarrotado de personas casi perfectamente ordenadas en fila.
- Ah, era esto el mensaje de los
altavoces. En no sé dónde, un accidente. Bueno, y ahora ¿qué leches hacemos?
Aquel día había tenido que ir a trabajar
no se sabe dónde. A un lugar en el extremo más extremo de la llamada
civilización.
Casi tres horas de viaje de ida, porque
aquello era un viaje, tres horas de exámenes orales, que si bien no desgastaban
físicamente , dejaban los nervios de punta durante unas cuantas horas. A tantas
cosas había que atender durante la charla con los examinandos.
Vuelta hacia atrás, otras dos horas en
tren y continuar hasta las nueve de la noche. ¡Y ahora esto!
Bien contado, se diría que la situación
era de fantasía surrealista. Siempre que ocurría aquello las aglomeraciones de
personas eran inevitables. Y cuando hay muchas personas, las situaciones, la
gama de escenas con posibilidad de ser vistas forman un amplio abanico.
Ingenuamente, bajó del metro
y de dirigió a la línea central, que era la que tenía que llevarle hasta casa.
No quiso continuar en el metro siguiente porque al fin y al cabo lo dejaba a
medio camino y no era la primera vez. En aquella estación en que tenía que
bajar había tenido que esperar minutos y minutos, con el peligro añadido para
cualquiera de poder
caerse
al andén en cualquier momento.
Llegó al andén al que se dirigía y diez
metros delante de él, rayos y centellas, un tren emprendía el rumbo que el
debiera haber tomado. ¡Se le fue por los pelos!
A esperar tocan, machito.... Y el tren se
hizo esperar como esas novias que dilatan la salida de la casa de sus padres
antes de dirigirse a la iglesia. Si te quieres casar, a esperar....
Quince, veinte minutos, y por fin llegó
el amado trenecito. Desgraciadamente las imágenes de los trenes borregueros
llevando personas al matadero durante la Segunda Guerra Mundial se quedaban
tantito así comparadas con la aglomeración de personal que había en el tren
delante de sus narices. Eso sí, éste mucho más limpio y acondicionado.
Para colmo aquel día llevaba el carrito
de la compra o de material de trabajo. Le quitaba peso de los hombros, pero en
caso de aglomeración era un poco molesto a la altura de los pies. No se veía y
cualquiera podía tropezar y.... ¡leches en vinagre!. Pero no había más remedio
que continuar.
Cuando empezó, por necesidad, que no por
gusto, a montar en tren, los apretujones, empujones, achuchones y la mala
leche, los soportaba como cualquier hijo de vecino. En ese momento, ahora lo
veía, la edad, la fortaleza física, se lo permitían. Pero, propenso a la
tensión alta como era, desde hacía varios años, el exceso de gente, el calor
asfixiante, a pesar de los radiadores trabajando a toda pastilla, le hacían
sentir bastante mal.
Desde la planta del pie izquierdo,
subiendo por la parte posterior de la pierna, llegando al hueso que sostiene el
tronco, un nervio loco, su demonio familiar le llamaba, estaba en total
tirantez. Subía por el flanco izquierdo de la espalda, llegaba al homóplato y,
desde ahí conectaba con el cuello y alguna parte del cerebro.
Unos años antes se había quedado en la
antesala del infarto cerebral. No había sido nada, pero le había visto las
orejas al lobo.
Quedarse en el sitio supondría haber
llegado a la estación término. Cuando se llega al final hay que bajar del tren.
Pero quedarse para bajar en silla de ruedas, no le hacía maldita la gracia.
El demonio de la tensión hizo acto de
presencia. Un par de estaciones más allá terminó bajándose. Era de los que
pensaban que siempre era mejor llegar tarde que no llegar. Los héroes de
película luchando contra viento y marea no le gustaban demasiado.
El estómago empezaba a hacer de las
suyas. Había que reconocer que si bien en algunos momentos el demonio de la
tentación de los kioskos y demás expendedores de comida o bebida era una lata,
en ocasiones como aquella eran una bendición de los cielos. Y en ese momento lo
fueron. Vaya si lo fueron.
Compró unas galletitas rellenas de uvas
pasas y crema y se las zampó. El gusano de la mala uva quedaría aplacado
durante un buen rato.
Al ni se sabe de tiempo llegó otro tren y
pudo subir. Tal vez era la hora, tal vez la prudencia de las féminas, lo cierto
es que, en la nube mental del ambiente le pareció ver que la mayoría de los
viajeros eran caballeros, aunque eso de caballeros sea más bien una ofensa para
los caballos. El vagón olía a alcohol y mala leche.
- ¡Eh, omae! ¡No empujes, coño!
Con cara de monstruo troglodita le
hubiera gustado patearle los hígados a aquel despojo social en forma de cuba
andante. ¡Y estos son los modelos para los jóvenes!
No era el único. A su alrededor
trabalenguas de morapio decían que iban bien puestos. ¡Con el calor que hacía!
Estuvieron a punto de darle arcadas. Tan
a punto que en la siguiente estación se bajó. ¡Ah, el andén, colchón para el
descanso de mis maltratados pies!
Y a esperar de nuevo. Se repitió la
acción. Quince, veinte minutos. ¡Qué socorrido es el teléfono móvil en estos
casos!
“Reportando para CNN desde el andén de la
estación .....”
“En el día de hoy a las X horas, en la
estación Xx ha ocurrido algo.
Aún no se sabe muy bien qué ha sido. No
se sabe si es que el tren pasó por encima
de una cucaracha. Si un borracho de Rioja y shochu bajó a las vías o si es que un roedor, vulgarmente rata,
degustadora de cables ha roido los de
alta tensión que suministran electricidad al tren.
Cuando tengamos más datos se los iremos suministrando en directo desde H estación. Para CNN TV noticias
en español, Periquillo de los Palotes.”
Tiempo de meditación, o de relajación o
de observación. En aquella estación había poca gente. Tan poca que casi no
había nadie. Era una estación más de bajada que de subida. Pero precisamente
por eso se notaba más el nerviosismo en las personas, producido por la
inesperada espera. Llegó la serpiente metálica y a subir otra vez. Nuevos
achuchones. ¡La jodimos, Macareno! Si en la estación anterior destacaban los
señores berrendos en morapio o Jumilla, en el tren al que le tocó subir eran las
damas las que destacaban. Tal vez la proporción era pareja al de un día normal,
pero destacaban, y mucho....
En el interim de la espera se habían
acumulado algunas, no demasiadas, personas en el andén. Subida, bajada,
apretujones, achuchones..., y una polluela con voz de urraca resfriada que no
dejaba de hablar.
En una situación de cierto relax en la
que todo el mundo va hablando más o menos en murmullo, no le había producido
hasta ahora malestar esa forma de hablar. Pero cuando todo el mundo estaba pasando
las de Caín, en un silencio denso, en un silencio en el que se respiraba el
deseo de llegar pronto a casa, un papagayo como aquel resultaba desagradable de
narices. Decibelios de mala leche se derramaban por las venas. Le hubiera
gustado cortarle el cuello a la pollita y haberla echado a la olla. ¡!!!Ah!!!!!
No eran sólo ellas. Si en ocasiones
resultaban desagradables al odio, los pollos pera con voz aflautada que no
dejan hablar ni a Dios ni al Diablo y se presentan como constantes víctimas de
las artimañas de los jefes, hablando a todo tren, en pleno vagón abarrotado,
eran una patada en las espinillas que elevaban el sistema nervioso a la
decimocuarta potencia de la mala leche.
Pero no era aquel el único malestar,
inevitable, de un vagón repleto.
Una
mano la llevaba agarrando su carrito, intentando, que no consiguiendo,
molestar
lo menos posible y la otra se había quedado en el aire. Ni la podía subir, ni
la podía bajar.
¡Santo cielo!, delante le había tocado
una damita bastante descotada. Quería pensar que despechugada, pero no , la
pechuga era oronda, cual pomelo en plena sazón. Debería calzar, ¿o debiera
decirse tetear? un brondera, aquella
prenda que la bella de Herzegovina metió por los ojos tiempo atrás.
De haber sido la damita de espigado cuerpo,
las protuberancias tal vez le hubieran servido de paraguas contra la luz,
bastante molesta por desgracia. Pero no, aunque él no era demasiado alto, la
joven era más baja que él por lo que el pecho le quedaba justo delante de los
ojos con que los bajara una miaja. Un poco más y la puntita que los niños se
meten en la boca hubieran salido a flor de aire.
¿Qué hacer? Mirarla a los ojos y poner
cara de vino agrio no era agradable. Más que los apretones, las carretas de la
moza, recuérdese el refrán, no dejaban de atraer. Bajar la vista produciría
rápidamente la sensación de que era un mirón rijoso incontenible. La pregunta
era si eso era lo que la ternerita quería. Lo que llevado al extremo le
llevaría a un juicio por haber hecho lo que no había hecho.
Ah, sí,sí,sí. Elevó sus ojos al cielo y
se encomendó a María Santísima de la Buena Leche.
“Madre Mía y Señora Mía: Aparta de mí
estos malos pensamientos o haz que
llegue este tren a toda velocidad a la siguiente estación para poder huir de la tentación y que esta
chota salida se vaya lejos de mi
presencia...”
María Santísima escuchó sus plegarias.
Desde ese día se convirtió en un fervoroso creyente de la Virgen María de la
Buena Leche y le pide que lo aparte de los malos pensamientos. Pero la otra
cara de la moneda es que tras elevar tanto la mirada en el tren, desde aquel
día sufre tortículis aguda. No puede mover bien el cuello....
En una de las estaciones en que la subida
y bajada de personas suele ser violenta, a pesar de la abundancia de borreguería,
se podía respirar. Dentro de la situación de exceso se podía decir que se había
llegado al estado de lo soportable. Pero hete aquí que las cosas no van siempre
conforme a los deseos.
Un retaco con cara de tener el hígado
hecho polvo, se espatarrajó en medio del vagón, abrió su revista deportiva, ni
siquiera la redujo a una hoja y dijo:”Arda Troya, que el tren es mío”. Como lo
más probable es que fuera de esos tipos que no tienen un lugar en casa porque
entre la parienta y las sanguijuelas de los hijos le chupan la vida, en el tren
estaba en su casa. Era el dueño absoluto del vagón. Golpeaba, supongamos que
sin mala intención, con el balón de la revista a los que tenía delante. Y
cuando el tren paró en la siguiente estación , se coló como una rata cuartelera
en el agujero que dejara en el pasillo una ballena terrestre. Se apoderó de los
agarradores, se agarró como una lapa, siguió con su periódico deportivo. Era
como si la vida le fuera en ello. Estuvo a punto de gritarle: “ Hijo de padre
desconocido, que no se va a acabar el mundo porque esperes media hora...”
Pero
seguro que no, seguro que era accionista de algún club o amante in pectore de
alguno de los hermosos efebos de las fotografías. Pero no le gritó. Hubiera
sido ponerse a la altura de sus sucios zapatos.
-Ah, qué respiro. La siguiente es la mía.
Espacio
por todos sitios. El recorrido que normalmente se hacía en una hora, pasaba de
las dos horas y media. Menos mal que al día siguiente el trabajo estaba a cinco
minutos de casa, menos mal que....
Un caballero, con el periódico bastante
reducido, intentó abrirlo. Rozó a otro ¿caballero, camellero, burro o
dromedario?
- ¿Qué haces? Me has rozado....
El
hombre del diario se disculpó, miró hacia él y se preguntaron que le ocurriría
a aquel energúmeno.
Evidentemente un tren abarrotado pone a
la gente de los nervios.
En
la salida de la estación se topó con un conocido.
- ¿Qué haces aquí? Tú vives más allá ,
¿no?
- Sí, pero me he tenido que bajar del
tren. Me voy a tomar una copa.
¡Qué
cosa más desagradable! La gente agarrada a su barrote para que no se lo quiten.
Le dices a uno algo y es como hablaras con un muerto. A nadie se le ocurre
abrir las ventanas, con lo asfixiante que es el aire acondicionado. Además
nadie pasa al centro del vagón, se agolpan en las puertas y te espachurran. La
gente de este país es cada vez más mal educada.
El conocido era un personaje en la
cultura del país. Le confortaba pensar que él, como foráneo, no era el único
que pensaba que el tren de los derrotados era cada vez más una muestra de la
pendiente por la que se deslizaba la sociedad.
9-7-2007
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